No miento si digo que todavía me dan algo de respeto los viajes en avión, con todos los que he hecho a estas alturas (aunque a veces lo use para ligar). Esta mañana, mientras mi avión subía más y más sobre los campos de Alemania ví salir el sol. Fue precioso. Era como si todo el horizonte ardiera. Aún me queman las retinas. El este palpitaba en ese color rojizo mientras Europa dormía todavia bajo un colchón de esponjosas nubes blancas. En ese momento entendí porque el ser humano no tiene alas para volar. Entendí entonces que el hombre no ha sido creado para tal espectáculo. No lo merecemos.
Me recordó ese tono que tomó el cielo a otros momentos que he vivido. He visto esos colores en alguna parte. Hay algunos que, incluso, iluminan la noche y son faro para las almas errantes. Conducen, sin prisa pero sin pausa, a la peor de las catástrofes personales. Hacen el trabajo que, tiempo atrás, tenían las sirenas. Guíaban a los infelices marineros hacia las rocas. A la muerte segura. Yo, cada vez más claramente, las oigo cantar. Yo, ya cada vez más cerca, atisvo la silueta de la de la costa en la inmensidad del mar. Pero no giro. Inexorablemente, todos chocamos. Inevitablemente, yo ya estoy chocando.
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